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Foto del escritorEugenia Araiza

Mi mamá sigue aquí.

Mientras comíamos el sábado 5 de octubre en un restaurante de hamburguesas, recibí una llamada de mi hermano. No era videollamada ni era una hora en la que mi hermano solía llamarme. Generalmente, cuando nos hablábamos, hacíamos videollamada; creo que nos hacía sentir cerca a pesar de la distancia.


—Algo pasó —le dije a mi marido mientras respondía la llamada.

—Mi mamá está en el suelo, checa las cámaras —me dijo mi hermano y colgó.


Mi mamá había pasado años viviendo con una condición pulmonar que había mermado su salud gradualmente, y últimamente había empeorado. Cuando le informaron sobre su situación, realizó cambios y se organizó con mi papá para mudarse por meses a nivel de playa, especialmente en los meses que hacía frío. A finales del año pasado, mi mamá comenzó a tener las piernas hinchadas; visitó a un doctor en aquella ciudad y, aunque no supimos exactamente cuál fue el diagnóstico o pronóstico, mi mamá nos compartió que el doctor le dijo que “fuera a donde su corazón quería estar”. En enero de este año la vi por unas horas, y noté cómo, a pesar de estar a nivel de playa y contar con un aparato de oxígeno portátil, simplemente no le alcanzaba. Su cansancio era notable.


Al poco tiempo, supimos que mi mamá estaba haciendo ajustes para regresar a León; empaquetó algunas cosas y regaló otras. En marzo de este año, regresó a León; todos sabíamos que era definitivo, pero nunca lo platicamos. Mi hermano fue por mis papás porque sabíamos que, con la altitud, cada vuelo era un riesgo. En aquel vuelo usaron dos tanques de oxígeno del avión para ayudar a su oxigenación, ya que debido a la altura, el aparato de oxígeno portátil no era suficiente. Mis papás se instalaron en León y todo parecía estar estabilizándose.


En mayo fui con mi hijo a visitarlos. Mi mamá no había estado muy bien y seguía con las piernas hinchadas a pesar de los medicamentos. Le habían hecho una espirometría para ver si le podrían hacer un cateterismo que daría luz verde a un medicamento que pudiera mejorar su salud. El resultado fue muy malo; los médicos indicaron que el cateterismo era demasiado riesgoso y que lo mejor era continuar con el tratamiento actual. En el fondo, yo sabía lo que significaba, pero los médicos continuaban indicando que “estaba estable”. ¡Estar estable no significa NADA para mí! Lo comenté con una amiga doctora porque en esa ocasión yo solo iría por tres días y mi hijo se quedaría toda la semana.


—Si puedes quedarte más tiempo, hazlo —me dijo.

—No, no me digas eso, dime la verdad, como amiga, no como médico que quiere suavizar la realidad —recuerdo haberle dicho.

—Tu mamá está terminal —me respondió.


Recuerdo cómo sentí que el corazón se me había roto, sin embargo, aún estaba mi mamá; aún podía escuchar su voz, darle lata y que me regañara entre risas por las tonterías que decía, mis ideas o mis aventuras locas. Sé que en el fondo ella las disfrutaba.


Todos los días le hablaba por teléfono. Raro era el día que no lo hiciera. Domingos a mediodía mientras arreglaba la casa y los demás días al terminar de trabajar. Mi marido se sorprendía de que tuviéramos tanto que platicar si hablábamos todos los días. A finales de julio volví a León a visitarlos. En esta ocasión parecía que mi mamá estaba “bien”, pero la salud de mi papá no era la mejor. Decir que mi mamá estaba bien significaba que estaba saturando oxígeno entre 80 y 90; eso era estar bien y ya nos “habíamos acostumbrado”. 


— No estires la liga —le decía cuando su oxígeno bajaba a 60 y ella quería seguir lavando los trastes o picando la fruta para cenar. 


Nadie la podía detener; ella amaba la vida y deseaba sentirse viva hasta en las mínimas cosas. En esa ocasión ya no pudimos salir a comer o desayunar o simplemente andar en la calle; su concentrador de oxígeno portátil estaba al máximo y, aun así, su saturación llegaba muy apenas a los 80. Observé su frustración por no poder continuar haciendo lo que tanto amaba: vivir como ella quería sin limitaciones. Su trabajo diario consistía en concentrarse en respirar; sí, eso que tú y yo hacemos automático y que lo damos por sentado.


Tomé mi celular y abrí las cámaras de la casa de mis papás. Mi mamá se encontraba frente a la cámara, acostada en el piso.


—¡Mi mamá! —exclamé, y en ese mismo momento, mi marido agarró todas las cosas y las tiró mientras salíamos del restaurante. Él se adelantó al coche, y yo me detuve a la mitad del estacionamiento y volví a abrir las cámaras. Mi mamá no estaba con su cable de oxígeno.


—¡Mi mamita está muerta! —dije suavemente mientras mi cuerpo se hizo chiquito al ponerme en cuclillas y solté un grito fuerte. Me di cuenta de que no solamente se había ido mi mamá, sino mi mejor amiga. Llegó el momento que sabíamos que podía llegar, que en el fondo creíamos que nunca llegaría y que no queríamos que jamás llegara. Se había ido la mujer de mi vida.


Subí al coche, y mientras mi marido manejaba, me contacté con la aerolínea. Tenía un viaje programado para noviembre porque mis papás cumplían 50 años de casados y le había comentado a mi mamá que no iría para su cumpleaños porque quería que me esperara hasta noviembre. 


—No se —mi mamá me había respondido.


Después de hablar con la aerolínea y al mismo tiempo ver en la aplicación, descubrí que el servicio a clientes por teléfono quería cobrar más por el cambio de vuelo que en la aplicación. Había un último vuelo ese día que salía a las 9 de la noche. Logré hacer el cambio y ahora seguía hacer que nuestro hijo volara a nuestra ciudad para ir a León. Nosotros ya sabíamos que el fallecimiento de mi mamá podía suceder y habíamos preparado un plan. Primero me iría yo y en cuanto nuestro hijo pudiera llegar a donde vivíamos, ahí lo esperaría su papá y volarían juntos. Nuestra sorpresa fue que el último vuelo de donde vive nuestro hijo saldría en un par de horas y media. Llegaría a las 7:30 pm y podríamos alcanzar ese último vuelo a León juntos, si no se atrasaba. Ya le habíamos hablado a nuestro hijo, le habíamos comentado lo sucedido con su abuelita y que fuera preparando maletas. Él tenía la maleta casi lista porque justo al día siguiente iba a ir a los funerales de uno de sus mejores amigos que había fallecido una semana antes.


Mi marido se las arregló para dejar todo listo en la casa, perritas encargadas con un maravilloso vecino mientras yo estaba tratando de tener cabeza para hacer mi maleta. ¿Cuántos días me quedaría? No lo sabía, tomé insumos para la diabetes para más de un mes y también los de mi marido. ¡Más vale que sobre!


Avisamos a nuestros trabajos y a algunos conocidos que eran muy queridos por mi mamá y nos dirigimos al aeropuerto. Justo minutos antes de comenzar a abordar, llegó nuestro hijo. Me siento muy orgullosa de que, a pesar del momento, supo hacer las cosas como debía y llegar a tiempo. Estábamos al fin los tres juntos. Somos un maravilloso equipo.


El vuelo extrañamente venía vacío, la hilera de al lado venía vacía y la aeromoza nos dijo que podíamos usarla si queríamos. Le dije a mi marido que no; estaba yo en medio de mis dos hombres y me daban esa contención que necesitaba. Gracias a Dios que pudimos volar juntos, hizo menos difícil el trayecto.


Antes de volar, mi hermano y cuñada me notificaban sobre cómo iban las cosas. Un muy buen amigo de mi hermano tiene una funeraria, y nos ayudaron enormemente a sobrellevar el momento.


—¡Por favor, que no se la lleven, déjame verla, espérame! —le dije a mi hermano después de que llegó el médico a dar fe del fallecimiento de mi mamá. Sé que es complicado porque hay procesos, pero se pudo hacer, aunque dependiendo del estado de mi mamá, podría tomarse la decisión de llevársela antes de que llegara. Lo comprendía.


Al llegar a León, unos grandes amigos pasaron por nosotros, dejaron a su hijo encargado y estuvieron ahí para nosotros en un momento muy complicado. Al llegar a la casa, estaba la familia; solo vi y saludé a mi hermano y cuñada, y me metí a ver a mi mamá. Mi mamá seguía conservando su mismo color, parecía que estaba dormida. No le habían hecho nada y después supe que muchos se preguntaban cómo es que el color no había cambiado y que, en efecto, parecía que solamente estaba dormida e incluso podría parecer que sonreía. La paz en su rostro me confirmó que se encontraba bien y me había esperado.


Nunca nadie está preparado para perder a alguien, mucho menos a su mamá. Sin embargo, mi mamá y yo sí platicábamos al respecto.


—Cuando no esté, no quiero que sufras, quiero que estés bien —me decía. —Cuando no estés voy a berrear, voy a gritar y voy a decir esas groserías que no te gusta que diga, porque eres mi mamá. Pero, voy a estar bien —le respondía, y ella sonreía.


Hablamos sobre la experiencia que tuve después de que los médicos supieron que tenía diabetes y mientras me llevaban a terapia intensiva tuve un paro. En esa ocasión, pude ver mi cuerpo desde arriba mientras los doctores estaban haciendo las maniobras. Lo que recuerdo de esa ocasión fue una paz grandísima, sin dolor, sin preocupación, sin angustia alguna. Cuando desperté del coma.


—Tú estabas ahí en el elevador con ella y ese otro doctor —le dije al médico.

—No, no puede ser —me respondió.

—¡Claro que sí, eras tú! —insistí.

—Sí, sí estaba yo, pero no pudiste haberme visto, estabas en paro. No hay forma de que lo recuerdes — el doctor respondió.


Mi papá tuvo una experiencia similar cuando cayó de las cascadas de Agua Azul en Chiapas antes de que yo naciera. Esta experiencia y la de mi papá me ayudan a creer que mi mamá está bien, sin sus ataduras, sin su cuerpo, que no le permitía vivir y hacer lo que ella quería.


Mi mamá vivió como quiso, rompió paradigmas, rompió estereotipos. Ayudó a muchísima gente y cambió la vida con sus palabras a tantas otras. Mi mamá nunca dejó de ser ella, incluso en el último minuto. Durante meses nuestra principal discusión era que ella aceptara ayuda, alguien que la apoyara. Le dábamos opciones y, aunque en los últimos meses aceptó algunas, siempre encontraba un porqué para no tener ese apoyo. Yo le decía a mi hermano que mi mamá, siendo mi mamá, siempre encontraba y buscaba camino para lograr lo que quería. Si no ha “encontrado” o elegido algo es porque no quiere, aunque eso llevara a un mayor deterioro en su salud.


—Creo que si todos tenemos el derecho de vivir como queremos, todos también tenemos derecho de morir como queremos. Y mi mamá sabe bien lo que hace y así es como quiere hacerlo —le decía a mi hermano.


Una de las cosas que los familiares solemos reprocharnos es quizá no haber estado ahí en ese momento. Creo que mi mamá sabía que sus tiempos se acercaban y así fue como quiso hacerlo. Sabía que de estar ahí mi hermano, él habría hecho lo imposible para mantenerla con vida. Sin embargo, para nuestra tranquilidad, días después de que mi mamá falleció, encontré varios escritos. Sí, a ella también le gustaba escribir. Entre sus escritos, encontré una nota que decía: “La muerte digna es un privilegio de los pobres (sin tubos, sin esfuerzos extraordinarios)”. Mi mamá murió como ella quería, dignamente, en silencio y en paz.




Pero mi mamá no se ha ido, mi mamá está aquí. A pesar de que no está físicamente conmigo, la siento conmigo; me he sentido tan acompañada y sigo sintiendo ese abrazo y apapacho, esa tranquilidad dentro del dolor de saber que todo estará bien. Además, han habido señales, pequeñas, grandes, algunas que podrían parecer sin sentido, pero que nos hacen saber que aún en la distancia nos sigue cuidando, quizá incluso más, porque ahora sí no hay un cuerpo físico que la detenga de estar conmigo.


Una noche, después de una charla con mi hermano que pudiera haber sido complicada pero que solamente nos unió más, la soñé. Estábamos mi hermano y yo jugando con un perrito en el suelo mientras mis papás nos veían sentados en una banquita. No pude distinguir bien a mi papá, pero sabía que estaba ahí. A mi mamá, la veía claramente. Y pude ver su sonrisa y su cara de felicidad de vernos juntos y unidos.


Ayer, mientras volaba de regreso con dos maletas y una extra llena de insumos, me indicaron que no podía volar así y que tenía que documentarla. Le comenté que al ser insumos médicos tenía derecho a traerla. Sin embargo, me dijo la aeromoza que había cosas ahí que no eran insumos médicos, como mi iPad. Le dije que era cierto, que lo podría meter en la otra maleta, pero que mi cabeza no estaba en su lugar por lo de mi mamá. La aeromoza me hizo a un lado y me dijo si me podía abrazar, a lo cual accedí y solté el llanto. Ella se movió, preguntó algunas cosas a su compañera y me dijo que esperara. En un vuelo que raramente no venía lleno, me indicó que subiera mis maletas al lugar 3, sí, en primera clase o clase business class, y me dijo que me sentara ahí. Me senté en el lugar 3A.


—3A, de los tres Araiza de la familia que aún están aquí para seguirle dando y hacerla sentir orgullosa —mi marido me escribió. 


Y yo sé que mi mamá tuvo mucho que ver en ello, sabiendo especialmente que no me gusta volar y que ese vuelo en especial me era muy difícil.


El día 19 de octubre, mi mamá cumplía años. Tenía miedo a ese día. Había decidido querer estar sola y trabajar mi duelo y mi dolor, pero tenía miedo de ese dolor. Meses atrás, incluso antes de que mi mamá muriera, le había comentado a ella que estaba buscando a mi tanatólogo, un doctor con quien había sido vecina de consultorio cuando tenía mi oficina física. Pero no lograba encontrarlo; el teléfono con quien me contactaba y nos saludábamos de vez en cuando, que era de su esposa, no respondía. Logré encontrar el contacto de su hijo, quien amablemente me compartió el teléfono del doctor. Sin embargo, el doctor se encontraba viajando, sin una fecha clara de regreso. Yo quería trabajar la pérdida de la salud de mis papás, porque la tanatología no solo es para cuando alguien muere, es para justamente aprender a manejar las pérdidas, todo tipo de pérdidas.


Cuando mi mamá falleció y mientras esperaba abordar el avión a León, le escribí. Le dije lo que había sucedido. Me comentó el doctor que aún estaba de viaje, pero que se contactaría conmigo. Los días siguientes después de la muerte de mi mamá no lo recordé; habían muchas cosas que me distraían del dolor, pero el día del cumpleaños de mi mamá sabía que sería complicado. Bueno, pues el día antes del cumpleaños de mi mamá, recibí un mensaje del doctor diciéndome que tenía un espacio al día siguiente a las 9:30 am. Sí, ¡justo el día del cumpleaños de mi mamá!


Sé que de alguna forma mi mamá tuvo algo que ver porque ese día no hubo sufrimiento; solo pude agradecer la vida de mi madre y haber tenido la fortuna de ser su hija. Momentos como esos he tenido varios; esos son los momentos en que sé que mi mamá está conmigo.


Me siento sumamente privilegiada de haber formado parte de la vida de ese gran ser humano, de haber sido formada tanto físicamente como persona por ella, de haber recibido sus enseñanzas de primera mano y, sobre todo, de haber sido tan amada por ella.


Con mi mamá hablé de todo: de la vida, de la muerte, de la misión en la vida, de las frustraciones y alegrías, de cómo los rechazos son protecciones de Dios y cuando las cosas salen bien son las direcciones de Dios. Entre mi mamá y yo no hubo nada sin decir. Ella supo y sentía cuánto la amo, lo agradecida que estoy con Dios y la vida por habérmela prestado como mi mamá, como mi mejor amiga y como mi modelo a seguir. A ella le decía que yo era muy inteligente porque la había elegido a ella como mi mamá y no me había equivocado. Yo sé y siento cuánto me amó y me sigue amando, lo orgullosa que estaba de mí y que planeo que lo siga estando. Todos los días hablo con ella, le sigo pidiendo su bendición, su acompañamiento y su cuidado. Mi mamá no se ha ido, mi mamá sigue aquí.

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