En general he sido una persona saludable, pero cuando mi cuerpo decide enfermarse no se va con medias tintas. A mis 9 años mi papá paso por mi a la escuela como cualquier otro día a la hora de la salida, solo que esta vez yo estaba morada (y no precisamente de envidia). Inmediatamente mi papá llamó a mi mamá y me llevaron al hospital. Realmente yo no me sentía mal, pero por la cara de mis papás y las reacciones médicas supe que algo no andaba nada bien. Diagnóstico: crisis asmática con un montonal de alergias; recomendaciones: vacunas, evitar polvo, peluches y sobretodo evitar ejercicio extenuante, algo así como… correr.
Después de seguir tratamientos comencé a hacer ejercicio. Me sentía bien, así que entré a basquetbol, atletismo y kickball, todo fluía bien. Continué haciendo ejercicio a pesar de que una compañera mía, con la que me sentaba durante la clase de deportes después de mi diagnóstico ya que ambas teníamos asma, había fallecido unos años después a causa de una crisis asmática. Eso solo me hizo cuidar más mi respiración y las señales que mi cuerpo me daba.
Cuando tenía 16 años me fui a hacer uno de esos famosos “intercambios educativos” a los “United”. Me tocó en un pueblito llamado Marianna, Florida. Unos meses después de mi llegada comencé a tener unos síntomas raros. Yo, que soy malísima para tomar agua, me veía bebiéndome incluso unos 5 litros de agua diarios con las consecuentes y odiosas idas al baño. Sueño, muuuucho sueño y de pesar mis 47 kilos habituales comencé a adelgazar llegando a 35 kilos.
Por situaciones del destino y, diría yo, muy afortunadas. Cambie de familia anfitriona con unos ángeles llamados Jorge y Martha. Y digo afortunadas porque justo un día después de “Thanksgiving”, comencé a sentirme rara. Comencé a temblar y me llevaron al hospital, sólo recuerdo haber llegado a la sala de urgencias y despertar justo cuando mi mamá iba entrando al cuarto del hospital un día después (llegar a ese pueblito requería varios transbordos incluyendo un avión de esos guajolotero y más de una hora de carretera).
Dicen que me hicieron una cantidad enorme de estudios y, justo antes de que me hicieran una punción lumbar, salió un resultado que cambiaría mi vida y la de mi familia radicalmente: glucosa en sangre 1156 mg/dl (el rango normal es 80-100 mg/dl), diagnóstico: coma diabético y diabetes mellitus tipo 1. Lograron estabilizarme, enseñarme ligeramente como sería mi nueva vida incluyendo una gran cantidad de NOs que según ellos yo tenía que seguir si quería estar bien: NO cereales, NO azúcar, NO mucha fruta, NO pizzas, NO hijos, NO vida, etc.
Por fortuna tengo una familia de SÍ y con ellos comenzamos a trabajar en equipo. Como les había platicado mi papá con el ejercicio, mi mamá con la alimentación (la cual de por sí era sana, solo ajustamos un poco más) y mi hermano en lo social, se juntó con mis amigos y me ayudo a no aislarme ni sentirme diferente.
Gracias a la diabetes elegí una carrera hermosa, la nutrición y decidí que sí tenía un “problema” lo atacaría mejor mientras supiera más de el, así que me especialice en todo lo relacionado con la diabetes siendo ahora para mi más que una profesión, un hobbie que disfruto compartiendo lo poco que sé con mis pacientes con la ventaja de decirles: ¡si, se como es eso, se como te sientes!.
Yo decía que mi cuota de enfermedades ya la había cubierto y con creces pero nooooo, aún me faltaba. Justo estaba por terminar la carrera, estaba haciendo mi tesis, trabajo de campo en un hospital, trabajo voluntario en la Asociación de Diabetes y cubriendo las materias para titularme por excelencia cuando comencé a sentirme nuevamente cansadísima.
Mi glucosa estaba bien así que no era un desajuste de la glucosa. Mi mamá entonces me sugirió vitaminas porque seguramente con tantas cosas no estaba comiendo o durmiendo bien, pero nada ayudaba. Me sentía como si hubiera corrido un maratón (en realidad no sabía como se siente en ese entonces). Al subir las escaleras, lo tenía que hacer tomándome del barandal, la sensación del contacto del agua con mis manos era semejante a meterlas en agua hirviendo y tenía un hormigueo constante.
Una noche mis papás invitaron a un amigo doctor a cenar y le contaron mi situación. El sólo dijo: "mañana llévala con un neurólogo al hospital y ahí nos vemos". yo no quería ir porque tenía que trabajar (a veces soy medio obsesiva con eso) pero a la mañana siguiente cuando quería ponerme el pantalón ya no podía ni agacharme y al intentar bajar las escaleras mis piernas no respondieron, mis papás me ayudaron a vestirme, bajar las escaleras y salimos volando al hospital.
Después de otra serie de estudios (desde los de sangre hasta los de clavarme tipo alfileres para ver la conducción eléctrica de mis nervios) los médicos concluyeron que era neuropatia diabética con lo que mi endocrinólogo no estuvo de acuerdo pues mis niveles de glucosa se encontraban en rangos normales. Buscamos segundas opiniones y otro neurólogo le dio al clavo. Diagnóstico: Síndrome de Guillain-Barré.
Para no hacerlo más largo, este síndrome incluye la destrucción de la mielina, la capa que recubre los nervios (destrucción realizada por mi increíble e hiper efectivo sistema inmunológico que cuando ataca un virus se emociona y destruye no sólo los virus sino todo lo que encuentra en el camino, la diabetes y el asma también son ocasionados por este pequeño travieso que tengo dentro de mi). Los nervios quedan como cables pelones, echando chispas, con lo cual los dolores son realmente insoportables al grado en que me recetaron morfina. La morfina me la inyectaron solo un par de veces pues mi mamá tenía miedo que me causara adicción. De ahí tuve que aguantarme con otra medicina menos efectiva pero que al menos me tenía consciente por unos días.
El dolor cedió pero venía una de las pruebas más grandes para mi y mi familia: la parálisis. A un par de días que el dolor cedió, perdí la movilidad completa de mis piernas y mis brazos. Mis manos no tenían fuerza ni para levantar un tenedor así que mis papás tenían una bebé de veintitrés años en casa a la que tenían que bañar, vestir, darle de comer, voltearla de un lado a otro para evitar que me salieran llagas y cuidar día y noche .
El pronóstico era que estaría así al menos un año y con rehabilitación comenzaría a caminar al año y medio, cosa realmente horrible para alguien como yo que gusta de andar de arriba para abajo.
Como les había dicho mi familia es una familia de SÍ pero en esa ocasión dijimos NO, no vamos a esperar. Buscamos rehabilitación y encontramos unos maravillosos doctores cubanos que me hicieron llorar y sufrir pero al cabo de seis meses estaba (con ayuda claro) caminando nuevamente. Re-aprendi a escribir, a gatear, a dar mis primeros pasos y a valorar un par de pies que me llevan a donde yo quiero y una hermosa familia que está al pie del cañón con más amor del que uno pueda creer que existe.
Cualquiera pensaría que tengo mala suerte o que me ha ido mal, pero no, soy una afortunada porque además de tener una familia y amigos que me han respaldado a pesar de todo, las enfermedades que he tenido o tengo son tan benévolas que me dan la oportunidad de que, sí yo quiero y me cuido, es como si no las tuviera. Y más aún, de cada enfermedad he aprendido, no sólo en el ámbito como profesional de salud sino como persona, me han ayudado a ser más humana, valorar cada momento, cada persona a mi lado y entender que a veces, caras vemos pero sufrimientos no sabemos…
Nota del editor: este artículo fue publicado originalmente en el blog "Sweet Sweet Marathon..." y se ha adaptado y publicado con autorización de la autora.
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